lunes, 17 de noviembre de 2008

Aeropuertos

Me gustan los aeropuertos. No son lugares especialmente acogedores, ni cálidos, ni cómodos, pero les acabas cogiendo cariño. Quizá por lo que implican: uno de los mayores placeres de esta vida, viajar. Donde sea, lejos o cerca, a España o al extranjero, coger un avión y desintoxicarse de la rutina conociendo un lugar nuevo o volviendo donde ya estuviste y de donde, a veces distancia y tiempo mediante, sólo guardas buenos recuerdos.

Pero no es sólo por eso. En un aeropuerto se puede hacer de todo: comprar, comer, beber, fumar (aunque sea en la calle), curiosear, hablar con cualquiera (hasta el personal de la limpieza habla idiomas) y sentirse ubicado porque todo está perfectamente señalizado. Un aeropuerto es tan tierra de nadie que es la tierra de cualquiera, y el viajero siempre encuentra lo que busca sin el temor que a veces dan las ciudades desconocidas: el baño, un el bar, un cajero automático o un duty free. Todo con su señal correspondiente.

Mucha gente piensa que los lugares donde se espera son tristes, y que el tiempo empleado en esperar (que salga un vuelo, que sea nuestro turno en el médico, que nos toque pasar a la ventanilla del banco) es tiempo perdido.

No estoy de acuerdo, ni mucho menos: si no fuera por las esperas actualizaría aún menos este blog, no escribiría relatos, no terminaría nunca un periódico. El truco está en no esperar, sino en pensar que es tiempo regalado para sacar el boli y la libreta, o leer, o simplemente pensar en tonterías como ésta mientras apuro una cerveza en un nuevo aeropuerto que sumar a la lista.