lunes, 21 de julio de 2008

Sencillamente Magic

En 15 días he visto cuatro de los mejores conciertos que veré este año, y no sólo este año. Primero, los de Police y Rem, ya relatados aquí. Luego, el miércoles pasado, Malevaje en la Plaza de España, que además de ser un conciertazo incluyó cañas posteriores y una entrevista fantástica (no porque la hiciera yo) que se publicará próximamente en Una copa con.


Y ayer, el éxtasis: Bruce Springsteen en el Camp Nou. Tres horas de concierto (yo pensaba que era una exageración de los cronistas, pero es cierto) dan para muchísimo, y se me ocurren cientos de cosas que contar. Podría hablar del derroche de sonido, de un público volcado como nunca con un artista, de un artista volcado (literalmente, qué manera de dejarse tocar) con su público, del mejor culo de la historia del rock, de una banda de la Calle E en plena forma, de los 59 años mejor llevados del panorama musical, de himnos como The river o Born to run coreados por decenas de miles de personas... Pero ni aunque llenara líneas y líneas de blog conseguiría transmitir ni la mitad de lo que sentí anoche. Así que resumo en una frase: Bruce Springsteen es el mejor en directo. El mejor.

martes, 15 de julio de 2008

I have stood here before inside the pouring rain

¿Alguna vez habéis visto un concierto en un cenagal? Yo sí. Dos, para ser exactos.

El primero, Bruce Springsteen en Las Ventas tras una tremenda tormenta de verano que dejó el ruedo convertido en una plasta hedionda mezcla de arena y sangre. Puaj.

El segundo, menos asqueroso pero más resbaladizo, hace unos días en Kobetamendi, en Bilbo, pues. Y ya se sabe que cuando llueve en Bilbao, llueve de verdad, sin mariconadas.

El BBK Live Festival arrancó bajo un sol de justicia pero con unas nubes amenazadoras en el horizonte. Cuando llegamos a lo alto del monte estábamos sudando, así que hubo que reponer fuerzas y líquidos vía birra y bocata de jamón antes de acceder al recinto. Una vez dentro, los adultos y las embarazadas decidieron irse al fondo, a sentarse en el prado y ver tranquilamente el concierto. Yo, en mi tardoadolescencia cercana a la treintena, me decidí por irme p'alante, para verlo lo más cerca posible, que no todos los días ni mucho menos tiene uno la oportunidad de ver en directo nada más y nada menos que a The Police.



El concierto arrancó bajo un clamor del público que debió de resonar en todo Euskadi. La noche estaba ya fresca y Sting apareció con una camiseta de manga larga que le marcaba un montón de músculos poco habituales a esa edad. Qué pedazo de hombre, cómo se puede estar tan bueno...

Más allá de cuestiones libidinosas, fue un concierto raro, la verdad. Con un repertorio ligeramente diferente al que desgranaron en Barcelona el año pasado, incluyendo rarezas que nadie se esperaba como Demolition Man y dejando fuera -con gran tristeza por mi parte- temas como Synchronicity II. Al público le costó conectar con los músicos y a los músicos con el público.
Abajo, entre la muchedumbre, el calor era considerable y se agradeció que el txirimiri empezara a empaparnos sin mojar. Mientras, sobre el escenario aumentaba la temperatura, Sting sudaba y los ritmos que hicieron de Police un grupo mítico iban siendo reconocidos por el público en los primeros acordes. Sí, creo que fue la lluvia. Conforme aumentaba en intensidad crecía el entusiasmo, y justo llovió en serio en la que, para mí, es la mejor canción del trío británico: King of pain. Un momento absolutamente mágico.

Dejó de llover poco antes de que acabara el concierto, dejando un sabor de boca a tierra mojada y a concierto irrepetible.



The rain came down

The rain came down

The rain came down on me



El día siguiente, sábado, fue un día triste. Empezó bien, muy bien, con sol, amigos y paella en Yurre, pero la vuelta a Bilbao me dejó con los ánimos por los suelos. Una mezcla de embriaguez y principios de resaca, malestar general y tristeza me acompañaron desde el límite provincial entre Álava y Vizcaya y, aunque me despejé un poco con el largo paseo entre el Termibús y la casa que me acogería esa noche, no estaba de ánimos.

Podía ser peor: nada más pisar el apartamento en cuestión descubrí que estaba dotado con una gran cristalera que en cualquier otra circunstancia me habría parecido fantástica, pero que en ese momento hizo que se me fuera el alma a los pies. Los cristales estaban empapados; en los dos minutos que había tardado en subir al piso se había puesto a llover con entusiasmo. Me senté en el sofá, sin ganas de hacer nada. Durante más de una hora me dediqué a beber agua, fumar y mirar los goterones que chorreaban por los cristales. De vez en cuando me levantaba para acercarme a la ventana y mirar hacia la calle.

Cuando ya estaba oscuro y había desechado la idea de ir al concierto de Lenny Kravitz bajo la lluvia -tenía intención de verle desde la hierba: no me gusta mucho pero podía ser interesante- se relajó un poco el nivel de agua que caía por metro cúbico, y un rato después decidí que ya me encontraba mejor, que había ido hasta ahí y me había gastado una pasta con un único propósito, así que me fumé un último cigarrillo, eché al bolso el fantástico chubasquero que me había agenciado en Vitoria y salí a la calle. La llovizna me acompañó hasta el metro, me siguió desde el BEC hasta el bus y me empapó desde el bus hasta Kobetamendi. Con el flequillo pegado a la frente y un principio de alegría en el cuerpo entré en el recinto del festival, y el panorama era desolador: imaginad una playa en que la marea está bajando y el agua deja surcos, charcos y lagunitas en la arena empapada. Pues así pero lleno de gente y basura.

Un barrizal. Ahí entendí lo que significa esa palabra. Aquello era una puta fábrica de barro. El camino principal estaba enfangado, pero nada comparado con donde se supone que me iba a poner para ver el concierto. Miré mis zapatillas, mis fantásticas zapatillas neoyorquinas a las que tanto cariño tengo, y decidí confiar en ellas. Me sonreí y atravesé con mucho cuidadito un riachuelo espontáneo que se había formado bordeando el mogollón de público que se iba colocando disperso, evitando los grandes lagos, en torno al escenario principal. Encontré un buen hueco, iba a ver el concierto genial. Una euforia impensable horas antes me invadió.

Fumé y, mirando caer la lluvia en los reflectores, decidí que ya estaba bien. Me quité la chaqueta para evitar el efecto invernadero y me calcé el chubasquero, que resultó ser de tamaño familiar. No sin dificultad conseguí sacar los brazos por las mangas, vi que aún quedaban 20 minutos para que empezara el concierto y miré a mi alrededor. A pocos metros aunque al otro lado del río había un cachimán, o sea, un muchacho que vendía cerveza y se hundía en el barro bajo el peso de la mochila-barril que llevaba a la espalda. Me acerqué despacito -mi mayor preocupación en esos paseos por el fango era no resbalar y quedarme pegada en el suelo-, me compré una birra, volví a mi sitio y me dispuse a esperar feliz el gran acontecimiento.

Y llegó. Se apagó la música, se encendieron las luces y aparecieron en el escenario las pestañas más largas del panorama musical. Flaco, sonriente, elegante en su traje y protegiéndose del relente bilbaíno con un foulard anudado al cuello, Michael Stipe consiguió en pocos minutos lo que a Sting le costó una hora: conectar. Claro, jugaba con ventaja: 35.000 personas llenas de barro y agua que se habían llenado de barro y de agua con el único propósito de ver a otro trío -desde hace no mucho-, esta vez estadounidense. Estábamos entregadísimos, y nos lo agradecieron con un conciertazo. Qué feliz fui.


Cuando más llovía llegaron Loosing my religion y Man on the moon. Me quité la capucha, dejando que el agua me cayera por la cara y por la cámara de fotos, y no pude parar de sonreir desde entonces hasta varias horas después, cuando ya había llegado a casa y comprobado que mis zapatillas no me habían fallado y seguían siendo preciosas, cuando ya había bajado desde Kobetamendi andando bajo la lluvia porque estaba demasiado contenta para esperar el bus, cuando el sonsonete de Shiny happy people me llenaba la cabeza aunque no la hubieran cantado.
Ya había visto a REM antes, dos veces, las dos en Madrid, sentada y a cubierto. Y no las cambio por el diluvio bilbaíno, no señor.

miércoles, 2 de julio de 2008

Puntos de encuentro

Llevo toda la vida juntando palabras. Escribo desde que tengo uso de razón, desde siempre; de pequeña llegué a copiar capítulos enteros de libros sólo por el placer de escribir, de ver deslizarse por un cuaderno de rallas mi pluma nueva, con esa tinta violácea que tanto me gustaba. He escrito cuentos, bocetos de novelas, microrrelatos, columnas, críticas, crónicas, cientos de artículos periodísticos, pero lo que nunca he podido escribir (no, al menos, desde que a los siete u ocho años dejé de intentarlo tras darme cuenta de que no era lo mío) es poesía. Algún intento aislado, muy aislado, de verso libre, pero siempre vergonzante.


Puede que esa sea una de las razones de mi escasa afición por leer versos, o puede que sea al revés: no he leído de poesía más que lo básico, y así es imposible escribir algo decente. Por eso admiro tanto a la gente capaz de hacerlo. Y es que, ojo, que no me entusiasme la poesía no quiere decir que no idolatre a algún que otro poeta.


Juntar palabras con ritmo, con sentido, con intención, con musicalidad, ir mucho más allá de la prosa en que todo vale... cualquier persona capaz de aventurarse en semejante berenjenal merece mi respeto, y si encima lo hace con clase, con estilo y con talento, me quito el sombrero.






Por eso disfruté tanto el sábado en Diablos Azules con la presentación de Punto de fuga, el último libro de Sonia San Román. Porque escuchar recitar a alguien con tal pasión, con tanta entrega, esos pequeños trozos de vida que tanto dicen, me pone la piel de gallina. Y decir además que alguien con tanto talento se cuenta entre mis amigos, eso no tiene precio.