martes, 12 de agosto de 2008

Como Curro, en el Caribe

Seguí caminando. Me acerqué al embarcadero del que salen los ferrys para Cozumel. Faltaba menos de una hora para el siguiente, y un muchacho me interceptó cuando iba a comprar mi billete. "¿Hablas español?". Sí, claro, español de España, que a veces no tiene demasiado que ver con el que se habla por aquí. El caso es que el muchacho era de una agencia de turismo y, en vistas de que yo sola poco podía hacer para recorrer Cozumel sin tener ni idea, dejé que me vendiera una forma fantástica de invertir el resto del día: una excursión en barquito bordeando la isla y visitando tres arrecifes. Incluyendo barra libre y, tachán, tachán, equipo de buceo con tubo. Y ahí estaba yo un rato después, esnorkeleando como loca por los arrecifes de coral y viendo pececitos de todos los colores. Tremendo, menuda experiencia. Quiero repetir, y quiero bucear en serio algún día. Queda pendiente.

Ya anocheciendo regresamos a la isla, pateé empapada aún y me senté a ver un mariachi callejero con baile y todo. Tras una breve incursión en el Hard Rock Café más pequeño del mundo volví a Playa del Carmen.

Decidí que una turista aguerrida como yo que había hasta buceado con los peces de colores no se achicopalaría ante algo tan sencillo como volver a casa, así que pasé de taxi, me metí por callejuelas desiertas de turistas y busqué una camioneta que me dejara "frente a la Coca". Con un par llegué solita al cuartel general y me encontré a mis anfitriones y sus chorrocientos primos del pueblo que andaban por aquí de visita de fiesta en el jardín, comiendo brochetas y bebiendo cerveza y una extraña combinación de alcohol, cocacola y agua con gas. Qué rica peda, dicen por acá.

El sábado salimos de casa con puntualidad mexicana, o sea, como dos horas más tarde de lo previsto. Un paseíto por Puerto Morelos, reducto de mexicanidad aún no absorbida por el turismo. Un par de cervecitas (ingiero unos 15 litros diarios, lástima que la sude según la bebo), y nos fuimos al aeropuerto a buscar a la argentinísima Lula. Está bien improvisar, y olvidarse del reloj y esas cosas, pero todo hubiera sido más fácil si a) hubiésemos llegado con pelín más de tiempo, y b) ella hubiera sabido que íbamos a ir a buscarla. Pero tuvo su gracia la aventurita.

Tras renovar la ruta por Cancún, por la noche por fin llegó el gran momento: el tequila. Y tras el tequila, a la piscina, a medianoche. Qué dura es la vida.

Claro que lo de hoy ha sido mucho más estresante: cumpleaños de Enrique, el muy más mejor amigo de Froguez desde la infancia. Allá que nos hemos ido toda la familia: Froguez, Marce, las niñas, Lula y yo. En un solo coche, claro.

Resulta que el cumple ha sido en una casita paupérrima: siete habitaciones, cada una con su baño, todas con vistas al mar y una piscina infinita, uséase, de ésas que te sientas dentro del agua a temperatura jacuzzi y parece que estás en la mismísima playa. Alcohol, comida, conversación, música, sol... Pa quedarse a vivir, vamos. A ver si me hago millonaria de una vez, carajo.

De vuelta a casa, con Froguez borracho directo a su piscina, escribo frente a la tele. Tom Cruse acaba de salvar al mundo y a su hijita, creo. Me fumo un cigarrito y a dormir. 

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