jueves, 7 de febrero de 2008

Jesucristo Superstar

No es que me oponga a la innovación, la creatividad y la renovación del espacio escénico, pero cuando uno se pone a recrear un clásico debe, primero, ser muy consciente de lo que tiene entre manos y, segundo, si no tiene muy claro que lo que va a hacer es una gran idea, mejor que no toque nada.

El de Jesucristo Superstar, de Andrew Lloyd Webber, es un libreto mítico, redondo, tan espectacular, efectista y musicalmente equilibrado como todos los del autor -tomando como paradigma el acongojante Fantasma de la Ópera-. Con un texto así y unos actores sobrados de voz y cumplidores en lo que a interpretación se refiere, ¿por qué hacer experimentos?

El montaje que puede disfrutarse en Madrid, en el Lope de Vega, intenta ser innovador pero se queda en desconcertante. Trata de situar la acción en el Jerusalén actual, con soldados israelíes protegiendo el enorme muro y disparando a los manifestantes, con unos apóstoles convertidos a ratos en peligrosos guerrilleros, a ratos en hippies pacifistas, con Poncio Pilatos como oficial del ejército y Herodes hecho un político jeta. La idea está bien, pero no cuaja. En ningún momento uno acaba de creerse que la historia se desarrolle en la época actual, y la mezcla de elementos anacrónicos termina resultando confusa.

Lo peor del caso es que si se hubieran dejado las cosas como estaban, sin innovar más que lo justo, el montaje de la llamada mejor ópera rock de la historia (¿cuántas óperas rock hay?) sería deslumbrante. La música penetra, las voces conmocionan, el desarrollo de la acción sigue un crescendo que culmina en un Jetsemaní en el que se llega a diluir la inevitable referencia a Camilo Sesto y a uno hasta le entran ganas de creer en Dios. Después, la condena y la crucifixión, precioso contrapunto entre un número quizá un poco demasiado arrevistado -en el contexto del resto de la obra, los angelotes voladores resultan cuando menos llamativos- y la escena final, limpia, sencilla, conmovedora. En conjunto, recomendable, desde luego, siempre que uno no sea un purista y se deje llevar.

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